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Los fantasmas de Europa

  • Foto del escritor: Dario Perero Prof.
    Dario Perero Prof.
  • 5 mar 2019
  • 10 Min. de lectura

El mundo se está reconfigurando rápidamente, a medida que EE.UU. comienza a declinar como potencia hegemónica. Quien más parece sufrir esta nueva situación es Europa que ha construido su identidad contemporánea mirando a su hermano mayor norteamericano. Las élites europeas parecen reaccionar.

Vulnerabilidad. En una obra brillante sobre las hegemonías históricas del sistema mundo moderno, Paúl Kennedy explicaba asombrado como una región, Europa, con una geografía tan desfavorable pudo convertirse en el centro del poder global durante tanto tiempo. Al norte el frío del Ártico, al sur el clima seco y hostil del Magreb africano, rodeado por una potencia que siempre se sintió externa al continente por su condición de isla, como Gran Bretaña, y otra enorme en el Oriente como Rusia. De más está decir que por diversas condiciones que nombra Kennedy, Europa se convirtió en potencia dominante, representada por varias naciones –Francia, Alemania, España, Portugal, en menor medida Italia y Austro-Hungría- que colonizaron gran parte del mundo. Su decadencia se terminó de saldar cuando las luchas intestinas dentro del continente acabaron por destruir los equilibrios estratégicos entre los Estados, durante las dos guerras mundiales (1914-1945)[1].

Francia acompañada de una debilitada Gran Bretaña, intento mantener su estatus de gran potencia frente a los dos gigantes de la guerra fría –EE.UU. y la URSS- pero su decadencia fue irrefrenable: la derrota contra la resistencia vietnamita en Diem Bien Phu (1954), el fracaso de la ocupación del Canal de Suez (1956) y la costosa guerra de independencia argelina, hicieron reconocer su estatus de potencia mediana sin proyección mundial. Incluso los intentos de mantener una postura neutral en la confrontación Este-Oeste promovida por De Gaulle fue, aunque diplomáticamente destacable, geopolíticamente irrelevante. Alemania –primero la Federal, antes de la reunificación-, derrotada y llena de complejos por su responsabilidad en el holocausto, pudo recuperar su potencial económico pero nunca más el militar. Las demás potencias se volvieron totalmente irrelevantes.

Por ello fue que el eje franco-alemán impulso la unificación. Lo que comenzó siendo una apuesta económica (la Comunidad del Acero y el Carbón, 1952), terminó convirtiéndose desde los Tratados de Roma (1957) hasta la creación del EURO (2002), en una gran apuesta política interna que nunca terminó de consolidarse en una externa.

La vulnerabilidad de la geografía europea de la que hablaba Kennedy, se hizo patente durante la Guerra Fría: primero en las luchas alrededor de Berlín en la década de los 50’ y más aún en la “crisis de los euromisiles” en los 80’, cuando toda Europa quedó como primera línea de fuego de comenzar un intercambio nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética. En aquel momento, el historiador y pacifista Edward Thomson sostenía en una conferencia celebrada con el fin de evitar un conflicto, que Europa debía buscar su propio camino porque su aliado norteamericano bajo la presidencia de Reagan estaba volviéndose unilateralmente arrogante y peligroso[2]. Las palabras de Thomson hicieron oídos sordos en las élites continentales que todavía veían a su aliado norteamericano como aquel que lo proveía de un paraguas nuclear y quién había apostado al proyecto europeo desde un principio con el Plan Marshall.

Pero las cosas empezaron a cambiar. La caída de la URSS ayudó a que Unión Europea (UE) pueda expandirse hacia el este, violando, al igual que la OTAN, la promesa hecha a Gorbachov de no avanzar hacia fronteras rusas. El siempre distante socio Británico parecía cada vez más incluido en la unión, el oso ruso estaba en decadencia y las relaciones con EE.UU. parecían ir viento en popa. El futuro auguraba una Europa unida que dominaría la economía mundial por su fuerza productiva industrial y tecnológica; era el modelo a seguir. Sin embargo, el siglo XXI comenzó con a resquebrajar la alianza atlántica. La negativa del eje franco-alemán a apoyar la guerra anglo-norteamericana en Irak y Afganistán quebró la confianza existente entre los gigantes y la aparición de una Rusia renacida se sumó al cumulo de inseguridades que se potenciaron con el rechazo de Francia a la Constitución europea; idea que sentaría las bases de unos Estados Unidos de Europa, eliminando las fronteras nacionales, logrando así la unificación definitiva.


Merkel junto a Macron

Fantasma interno. La crisis de 2008, se propagó por Europa con una fuerza mayor que en Estados Unidos. Tal vez se debió a la ceguera neoliberal que domina a las élites de la eurozona.

La aplicación de ajustes salvajes por la troika –el BCE (Banco Central Europeo), FMI, CE (Comisión Europea)- asociados a una deuda incontrolable, en los países del sur –especialmente, Italia, España, Portugal y Grecia- ha generado un descontento hacia las estructuras de la UE –donde un grupo de burócratas cuenta más que los votos del pueblo de cada Estado- que han catapultado, después de años de dominio de los partidos tradicionales que no proponen ninguna alternativa que no sea la de los poderes financieros, a partidos de extrema derecha reacios a continuar la integración, e incluso sueñan con volver a las viejas fronteras nacionales. En algunos lugares han llegado al poder –Hungría, Italia, Polonia, Austria, República Checa- y en otras son una seria amenaza para las élites liberales –Francia, Alemania, Holanda, España-. El enojo del Sur y Este de Europa es cuestionable en sus posturas reaccionarias (inmigración, ultra conservadurismo) pero es legítimo en lo económico: Alemania es el país que más se ha beneficiado de la estructura europea. Sus empresas venden sin aranceles aprovechando las cláusulas del mercado común, potenciando su motor económico principal: las exportaciones. También se han deslocalizado por toda Europa Oriental, en particular en Polonia, generando grandes beneficios a sus corporaciones. Mientras la mayor parte de los países sufren tasas de desempleo altísimas por la crisis, la locomotora alemana mantiene casi el pleno empleo y un nivel de vida relativamente superior a la media continental; desde que llegó Merkel a Canciller, se impulsan programas ortodoxos por toda Europa, mientras su país mantiene un superávit comercial y fiscal récord sin aplicar medidas similares. En definitiva, la UE da la sensación al votante medio de los países más perjudicados de servir solo a la gran potencia del norte, algo que un estudio reciente afirma con datos duros[3].

Los países del Visegrado[4] junto a Italia se han revelado en más de una ocasión, generando rispideces dentro de la Unión. El problema inmigratorio es explosivo. Italia exige que el norte se haga cargo de los inmigrantes o de lo contrario que se apliquen medidas más duras. Los tratados de Schengen (Luxemburgo, 1986)[5] son desiguales: los países receptores deben hacerse cargo; como la migración es africana, los estados sureños reciben toda la carga, mientras Alemania se mantiene alejada de la primera línea de acción, y Merkel parece atada de manos: si impulsa la acogida de refugiados, la derecha radical (el partido AFD) crece electoralmente, si no lo hace pierde credibilidad dentro de la Unión y como la lideresa liberalismo mundial.

Confusión estratégica. Francia fue siempre, históricamente, la mayor opositora a una constitución o un ejército europeo, alegando que dañaría su soberanía nacional. Ahora en cambio, con la elección de Macron, parece ser quién más impulsa una mayor integración; la novedad es la búsqueda de una integración militar (algo que en Washington siempre rechazaron para mantener su dominio militar dentro de la OTAN). El nuevo eje Merkel-Macron parece dispuesto lograr la creación de una Europa más unida en la política exterior; la firma de la PESCO hace poco tiempo es un golpe de efecto[6]. Lo nuevo es que son los dos representantes más importantes del liberalismo occidental quienes más apuestan a una mayor independencia estratégica de Washington.

En rigor, las desavenencias ideológicas son marcadas cuando Trump fustiga a la globalización, el multilateralismo y abraza al nacionalismo, ganándose la enemistad de las élites mundiales; todo lo contrario a sus pares franco-alemanes. En ningún momento quedó más patente el choque entre las formas de ver el mundo como en la reunión en París para celebrar el aniversario número cien del fin de la Primera Guerra Mundial, donde Macron atacó al nacionalismo en clara alusión a su par estadounidense sentado a su lado[7]. Parece que el orden liberal de décadas pasadas se está resquebrajando.

Ambos países comprenden que tanto en el este como en el oeste las cosas no pintan bien. Donald Trump puso en tensión todos los tratados y acuerdos firmados en la segunda pos guerra, con el gasto por país en el mantenimiento de la OTAN como centro de las críticas pero también rechazando cualquier tratado de libre comercio transatlántico, en negociaciones en tiempos de la Administración Obama. Incluso en una entrevista llamó a Europa un enemigo de los Estados Unidos[8]. Las amenazas de imponer aranceles a las exportaciones automotrices podrían dañar seriamente a la economía europea, ya debilitada por la crisis, y en particular a la alemana. Por otra parte, Trump parece apoyar por ideología a las fuerzas de derecha extrema que quieren romper la UE. No es casual que Steve Banon, ex asesor del magnate, esté construyendo un gran frente de partidos “euroescépticos” para las elecciones al parlamento europeo previstas para este año.

Las tensiones vienen en aumento y ya suman dos puntos de desacuerdo en el último año: el rechazo europeo a romper el pacto con Irán y seguir a EE.UU. en su política de sanciones; tanto Francia, como Alemania y Gran Bretaña han creado un mecanismo de pago en euros para sortear las restricciones norteamericanas. Las grandes corporaciones de dichos países quieren hacer negocios en Irán, por lo que presionan por seguir en el acuerdo.

Más importante aún es la relación con Rusia. En efecto, históricamente el imperio eslavo tuvo relaciones estrechas con sus vecinos del oeste. Sobre todo con Alemania. EE.UU. ha tenido desde que cayó la URSS el objetivo claro de no dejar que ambas potencias se acerquen y mucho menos conformen una alianza. El objetivo actual desde la crisis de Ucrania es desconectar a Europa de su dependencia energética de Rusia, de ahí la guerra en Siria y el proyecto “NABUCO”, como escribí en un artículo referido anteriormente. El plan de Obama era firmar un gran TLC para venderle GNL (Gas Natural Licuado) a sus socios del otro lado del océano, más un acuerdo con Irán para construir gaseoductos que eviten Rusia pasando por Turquía. La guerra en Siria abortó estos planes y el TLC nunca se firmó. Ahora Trump pretende vender gas bajo amenaza de aranceles –parecido al juego que hace con China- sin ninguna estrategia convincente.


Última Conferencia de Seguridad de Múnich

Las amenazas de la Administración republicana crecieron en la última gira del magnate devenido en mandatario por el viejo continente. La manzana de la discordia es el proyecto de gaseoducto Nord Stream, que uniría a las regiones gasíferas rusas con las fábricas alemanas por el Mar Báltico, asentando la interdependencia que los estrategas estadounidenses quieren evitar a toda costa. La última Conferencia de Seguridad de Múnich celebrada hace días, mostró las discrepancias: el vicepresidente Mike Pence, en su discurso, pidió a Europa que se aleje de Rusia; Merkel, en el suyo, sostuvo que eso era imposible porque estratégicamente la relación con el gigante del Este era vital para los europeos.

A pesar de las sanciones, Bruselas se cuida mucho de no llegar a un punto de no retorno con Moscú, sin entorpecer de manera seria sus relaciones con Washington. Equilibrio difícil de lograr.

¿Polo o apéndice de poder? Europa parece querer despertar de un largo letargo estratégico. La elección de Donald Trump cambio la percepción que se tenía de EE.UU., algo que se venía fraguando en las dinámicas internas y externas de la política exterior, sobre todo de la primera potencia mundial.

En un artículo para la prestigiosa e influyente revista National Interest, Jacob Heilbrunn comentaba que la Conferencia de Múnich es el fiel reflejo de la decadencia occidental. Argumentaba las disonancias sobre cómo tratar a Moscú y la negativa de Europa a comprar mayor cantidad de gas estadounidense. Aducía la debilidad en la que se encuentra Europa, en particular luego que Gran Bretaña piensa en salirse de la misma[9].

El recelo y la desconfianza mutua siguen creciendo. La UE parece sufrir el divorcio de una manera particular. Una alianza con China, sobre todo en el aspecto comercial, podría ser una buena jugada en caso de una guerra comercial, pero Bruselas ha estado aplicando medidas restrictivas a las grandes compañías tecnológicas chinas –sobre todo en el campo de la robótica y el 5g-, cediendo a las presiones de la administración norteamericana. La nueva área de libre comercio con Japón tiene una gran relevancia económica pero geopolíticamente es minúsculo.

La decadencia es pronunciada. No compite en el gran juego geopolítico mundial y en la carrera hacia el futuro parece perder fuerza; basta ver en las nuevas tecnologías como ha ido cayendo en los puestos de vanguardia en innovación. Su demografía está en una encrucijada: el vacío demográfico provocado por el envejecimiento de la población hace que la economía pierda competitividad en el mundo. La inmigración parece la solución pero se corre el riesgo de alimentar aún más a la extrema derecha. Su economía está estancada y se prevé una nueva recesión para el próximo año; el neoliberalismo ha sido desastroso con consecuencias sociales de larga duración. En el plano militar cuenta con una sola potencia militar medianamente importante (Francia) con un paraguas nuclear mediocre (unas 200 ojivas). Desolador.

Por todo esto, las élites europeas parecen comprender que la desintegración llevaría a irrelevancia absoluta a todo el continente. El último en entenderlo fue Francia que siempre soñó con recuperar la gloria perdida. Alemania lo comprendió e intenta construir su rol en el mundo dentro de la Unión. Europa unida puede recuperar un rol protagónico en el desorden global actual. Cuenta con la mayor economía del mundo si se suman a todos los países de la eurozona, con una población de un alto nivel educativo y una población de más de 500 millones de habitantes. En las capas medias, jóvenes y cosmopolitas todavía contiene un amplio apoyo a continuar el proyecto europeo, lo que podría frenar el peligro de una caída en las manos de quienes apuestan por su desintegración. Nada desdeñable.

Por lo tanto la UE cuenta con tres salidas: puede convertirse en un nuevo polo de poder independiente capaz de mantener una postura propia en los asuntos mundiales (más o menos en Venezuela lo intenta) o continúa siendo el apéndice estratégico de Estados Unidos. Para la primera se necesita una mayor coordinación de posturas de las cancillerías nacionales, para la segunda aceptar ser un acompañante de la política exterior de su aliado. La tercera es un verdadero fantasma: la desintegración y el reparto del continente en zonas de influencias de las demás potencias globales.

[1] Kennedy Paúl: Auge y caída de las grandes potencias. DeBolsillo, 2004.


[2] Thomson Edward: Opción cero. Ed. Crítica, 1983.


[3] López María Paz: Un estudio señala a Alemania como gran beneficiada del euro, y a Italia y Francia como perdedoras. La Vanguardia, 03/03/2019.


[4] Los países de Visegrado son cuatro: Hungría, Polonia, República Checa y Eslovaquia. Todos gobernados por gobiernos ultra conservadores.


[5] El acuerdo de Schengen estipula la apertura de las fronteras nacionales internas dentro de UE y la protección de las externas a la misma.


[6] Laborie Iglesias Mario: ¿Es viable un ejército europeo? esglobal, 26/11/2018.


[7] Thierry Meyssan: ¿Patriotismo contra nacionalismo? Red Voltaire, 23/09/2018.


[8] Mars Amanda: Trump: “La Unión Europea es un enemigo”. El País, 15/07/2018.


[9] Heilbrunn Jacob: Conferencia de Múnich expone la decadencia de Occidente. National Interest, 18/02/2019.

 
 
 

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